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Este ensayo nació de la presunta controversia surgida tras la
publicación de Eichmann in Jerusalem. Su finalidad es poner en claro dos
temas distintos, pero conexos, de los que no tomé conciencia antes y
cuya importancia parecía trascender a la ocasión. El primero se refiere a
la cuestión de si siempre es legítimo decir la verdad, de si creo sin
atenuantes en lo de Fiat veritas, et pereat mundus. El segundo surgió de
la enorme cantidad de mentiras que se usaron en la «controversia»:
mentiras respecto a lo que yo había escrito, por una parte, y respecto a
los hechos sobre los que informaba, por otra. Las siguientes
reflexiones procurarán abordar ambos asuntos. También pueden servir como
ejemplo de lo que ocurre con un tema muy tópico cuando se lo lleva a la
brecha existente entre el pasado y el futuro, que tal vez sea el lugar
más adecuado para cualquier reflexión.
El tema de estas reflexiones es un lugar común.
Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron
demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre
las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una
herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los
políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado.
¿Por qué? ¿Qué significa esto para la naturaleza y la dignidad del campo
político, por una parte, y para la naturaleza y la dignidad de la
verdad y de la veracidad, por otra? ¿Está en la esencia misma de la
verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz? ¿Y qué
clase de poder tiene la verdad, si es impotente en el campo público, que
más que ninguna otra esfera de la vida humana garantiza la realidad de
la existencia a un ser humano que nace y muere, es decir, a seres que se
saben surgidos del no-ser y que al cabo de un breve lapso desaparecerán
en él otra vez? Por último, ¿la verdad impotente no es tan desdeñable
como el poder que no presta atención a la verdad? Estas preguntas son
incómodas pero nacen, por fuerza, de nuestras actuales convicciones en
este tema.
Lo que otorga a este lugar común su muy alta
verosimilitud todavía se puede resumir con el antiguo adagio latino Fiat
iustitia, et pereat mundus, «Que se haga justicia y desaparezca el
mundo». Aparte de su probable creador (Fernando I, sucesor de Carlos V),
que lo profirió en el siglo XVI, nadie lo ha usado sino como una
pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia cuando está en juego la
supervivencia del mundo? El único gran pensador que se atrevió a abordar
el meollo del tema fue Immanuel Kant, quien osadamente explicó que ese
«dicho proverbial... significa, en palabras llanas: "la justicia debe
prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en
consecuencia"». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo
privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de
considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija
de las autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles
consecuencias físicas» (2). ¿Pero no es absurda esa
respuesta? ¿Acaso la preocupación por la existencia no está antes que
cualquier otra cosa, antes que cualquier virtud o cualquier principio?
¿No es evidente que si el mundo --único espacio en el que pueden
manifestarse-- está en peligro, se convierten en simples quimeras?
¿Acaso no estaban en lo cierto en el siglo XVII cuando, casi con
unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba obligada a reconocer,
según las palabras de Spinoza, que no había «ninguna ley más alta que la
seguridad de [su] propio ámbito»? (3) Sin duda,
cualquier principio trascendente a la mera existencia se puede poner en
lugar de la justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio --Fíat
veritas, et pereat mundus--, el antiguo adagio suena más razonable. Si
entendemos la acción política en términos de una categoría medios-fin,
incluso podemos llegar a la conclusión sólo en apariencia paradójica de
que la mentira puede servir a fin de establecer o proteger las
condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace tiempo
Hobbes, cuya lógica incansable nunca fracasa cuando debe llevar sus
argumentos hasta extremos en los que su carácter absurdo se vuelve obvio
(4). Y las mentiras, que a menudo sustituyen a medios
más violentos, bien pueden merecer la consideración de herramientas
relativamente inocuas en el arsenal de la acción política.
Si se reconsidera el antiguo dicho latino, resulta
un tanto sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la
supervivencia del mundo se considere más fútil que el sacrificio de
cualquier otro principio o virtud. Mientras podemos negarnos incluso a
plantear la pregunta de si la vida sería digna de ser vivida en un mundo
privado de ideas como justicia y libertad, curiosamente no es posible
hacer lo mismo con respecto a la idea de verdad, al parecer mucho menos
política. Está en juego la supervivencia, la perseverancia en la
existencia (in suo esse perseverare), y ningún mundo humano destinado a
superar el breve lapso de la vida de sus mortales habitantes podrá
sobrevivir jamás si los hombres se niegan a hacer lo que Heródoto fue el
primero en asumir conscientemente: legein ta eonta, decir lo que
existe. Ninguna permanencia, ninguna perseverancia en el existir, puede
concebirse siquiera sin hombres deseosos de dar testimonio de lo que
existe y se les muestra porque existe.
La historia del conflicto entre la verdad y la
política es antigua y compleja, y nada se ganará con una simplificación o
una denuncia moral. A lo largo de la historia, los que buscan y dicen
la verdad fueron conscientes de los riesgos de su tarea; en la medida en
que no interferían en el curso del mundo, se veían cubiertos por el
ridículo, pero corría peligro de muerte el que forzaba a sus
conciudadanos a tomarlo en serio cuando intentaba liberarlos de la
falsedad y la ilusión, porque, como dice Platón en la última frase de su
alegoría de la caverna, «¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus
manos...?». El conflicto platónico entre el que dice la verdad y los
ciudadanos no se puede explicar con el adagio latino ni con ninguna de
las teorías posteriores que, implícita o explícitamente, justifican la
mentira y otras transgresiones si la supervivencia de la ciudad está en
juego. En el relato de Platón no se menciona ningún enemigo; la mayoría
vivía pacíficamente en su cueva, en mutua compañía, como meros
espectadores de imágenes, sin entrar en acción y por consiguiente sin
ninguna amenaza. Los miembros de esa comunidad no tenían motivos para
considerar que la verdad y quienes la decían eran sus peores enemigos, y
Platón no explica el amor perverso que sentían por la impostura y la
falsedad. Si pudiéramos enfrentarlo con alguno de sus posteriores
cofrades en el campo de la filosofía política --con Hobbes, que sostenía
que sólo «tal verdad, no oponiéndose a ningún beneficio ni placer
humano, es bienvenida por todos los hombres», una afirmación obvia que,
no obstante, le pareció de la suficiente importancia como para terminar
con ella su Leviatán--, podría estar de acuerdo acerca del beneficio y
del placer, pero no con la afirmación de que no existía ninguna clase de
verdad bienvenida por todos los hombres. Hobbes, pero no Platón, se
consolaba con la existencia de una verdad indiferente, con «temas» por
los que «los hombres no se preocupan», por ejemplo la verdad matemática,
«la doctrina de las líneas y las figuras», que no interfiere «en la
ambición, el beneficio o la pasión humana». Y continúa Hobbes: «Pues no
pongo en duda, que, de haberse opuesto al derecho de dominio de
cualquier hombre, o al interés de los dominadores, la doctrina según la
cual los tres ángulos de un triángulo deben ser iguales a dos ángulos de
un cuadrado hubiera sido no ya disputada, sino suprimida de raíz y
quemados todos los libros de geometría en la medida del poder de aquel a
quien interesara».(5)
Por supuesto que existe una diferencia decisiva
entre el axioma matemático de Hobbes y la norma verdadera para la
conducta humana que, se considera, el filósofo Platón trajo de su viaje
al mundo de las ideas, aunque el griego, convencido de que la verdad
matemática abría los ojos de la mente a todas las verdades, no era
consciente de ello. El ejemplo de Hobbes nos parece más o menos
inofensivo; estamos inclinados a asumir que la mente humana siempre será
capaz de reproducir axiomas como el que dice que «los tres ángulos de
un triángulo suman dos ángulos rectos», y concluimos que quemar todos
los libros de geometría no tendría un efecto radical. El peligro sería
mucho mayor con respecto a las afirmaciones científicas; de haber tenido
la historia un giro distinto, todo el desarrollo científico moderno
desde Galileo a Einstein podría no haberse producido. Por cierto que la
verdad más vulnerable de este tipo serían esos métodos de pensamiento
muy diferenciados y siempre únicos --de los que la doctrina de las ideas
platónica es un ejemplo notable-- por los que los hombres, desde
tiempos inmemoriales, trataron de pensar con racionalidad más allá de
los límites del conocimiento humano.
La época moderna, que cree que la verdad no está
dada ni revelada sino que es producida por la mente humana, desde
Leibniz asignó verdades matemáticas, científicas y filosóficas a las
especies comunes de verdad de razón distinta de la verdad de hecho o
factual. Usaré esta distinción por motivos de conveniencia, sin discutir
su legitimidad intrínseca. Con el deseo de descubrir el daño que puede
hacer el poder político a la verdad, miramos hacia estos asuntos por
causas políticas más que filosóficas y, por tanto, podemos no
preguntarnos qué es la verdad y contentarnos con tomar la palabra en el
sentido en que la gente la suele entender. Si pensamos en verdades de
hecho --en verdades tan modestas como el papel que durante la Revolución
Rusa tuvo un hombre llamado Trotski, que no aparece en ningún libro de
historia soviético--, de inmediato advertimos que son mucho más
vulnerables que todos los tipos de verdad de razón tomados en conjunto.
Además, ya que los actos y los acontecimientos --el producto invariable
de los grupos de hombres que viven y actúan juntos-- constituyen la
textura misma del campo político, está claro que lo que más nos interesa
aquí es la verdad factual. El dominio (para usar la misma palabra que
Hobbes), al atacar la verdad racional, excede su campo, por así decirlo,
en tanto que da batalla en su propio terreno cuando falsifica los
hechos o esparce la calumnia. Las posibilidades de que la verdad factual
sobreviva a la embestida feroz del poder son muy escasas; siempre corre
el peligro de que la arrojen del mundo no sólo por un período sino
potencialmente para siempre. Los hechos y los acontecimientos son cosas
mucho más frágiles que los axiomas, descubrimientos o teorías --aun las
de mayor arrojo especulativo-- producidos por la mente humana; se
producen en el campo de los asuntos siempre cambiantes de los hombres,
en cuyo flujo no hay nada más permanente que la presuntamente relativa
permanencia de la estructura de la mente humana. Una vez perdidos,
ningún esfuerzo racional puede devolverlos. Quizá las posibilidades de
que las matemáticas euclidianas o la teoría de la relatividad de
Einstein --y menos aún la filosofía platónica-- se reprodujeran a tiempo
si sus autores no hubiesen podido transmitirlas a la posteridad tampoco
sean muy buenas, pero aun así son mucho mejores que las posibilidades
de que un hecho de importancia, olvidado o, con más probabilidad,
deformado, se vuelva a descubrir algún día.
2
Aunque las verdades políticamente más importantes
son las verdades de hecho, el conflicto entre verdad y política se
planteó y articuló por primera vez con respecto a la verdad política. Lo
opuesto de un juicio racionalmente verdadero es el error y la
ignorancia, como pasa en las ciencias, o la ilusión y la opinión, como
ocurre en la filosofía. La falsedad deliberada, la mentira llana,
desempeña su papel sólo en el campo de los juicios objetivos, y se diría
significativo, o más bien extraño, que en el largo debate sobre el
antagonismo entre verdad y política, desde Platón hasta Hobbes, nadie al
parecer jamás creyera que la mentira organizada, tal como la conocemos
hoy en día, podría ser un arma adecuada contra la verdad. En Platón, el
que dice la verdad pone su vida en peligro, y en Hobbes, que ya lo ha
convertido en autor, recibe la amenaza de quemar sus libros; la pura
mendacidad no es una salida. El sofista y el ignorante, más que el
mentiroso, ocupan el pensamiento de Platón, y cuando establece la
distinción entre error y mentira --es decir, entre «yeãdos involuntario y
voluntario»--, resulta sintomático que sea mucho más duro con las
personas que «se revuelcan en la ignorancia bestial» que con los
mentirosos (6). ¿Sería porque la mentira organizada,
que domina el campo público, a diferencia de la mentira privada que
prueba suerte en su propio dominio, aún no se conocía? También podemos
preguntarnos si tiene alguna relación con el hecho asombroso de que,
exceptuado el zoroastrismo, ninguna de las grandes religiones incluyera
la mentira como tal, distinta de «dar falso testimonio», en su catálogo
de pecados graves. Sólo con el surgimiento de la moral puritana, que
coincidió con el nacimiento de la ciencia organizada, cuyo progreso
debía asegurarse en el terreno firme de la veracidad y credibilidad
absolutas de cada científico, las mentiras pasaron a considerarse faltas
graves.
Sea como sea, en términos históricos, el conflicto
entre verdad y política surgió de dos modos de vida diametralmente
opuestos: la vida del filósofo, como la entendieron primero Parménides y
después Platón, y la vida de los ciudadanos. A las siempre cambiantes
opiniones ciudadanas acerca de los asuntos humanos, que a su vez estaban
en un estado de flujo constante, el filósofo opuso la verdad acerca de
las cosas que, por su propia naturaleza, eran permanentes, y de las que
por tanto se podían derivar los principios adecuados para estabilizar
los asuntos humanos. En consecuencia, la antítesis de la verdad era la
simple opinión, que se igualaba con la ilusión, y esta mengua de la
opinión fue lo que dio al conflicto su intensidad política, porque la
opinión y no la verdad está entre los prerrequisitos indispensables de
todo poder. «Todos los gobiernos descansan en la opinión», decía James
Madison, y ni siquiera el gobernante más autocrático o tirano podría
llegar jamás al poder, y menos aún conservarlo, sin el apoyo de quienes
tuvieran una mentalidad semejante. Por la misma causa, cuando en la
esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya
validez no necesita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en
las raíces mismas de todas las políticas y de todos los gobiernos. Este
antagonismo entre verdad y opinión se ve mejor elaborado en Platón
(sobre todo en Gorgias) como el antagonismo entre la comunicación bajo
la forma de «diálogo», que es el discurso adecuado para la verdad
filosófica, y bajo la forma de «retórica», por la que el demagogo --como
diríamos hoy-- persuade a la multitud. En las primeras etapas de la
Edad Moderna todavía se pueden encontrar huellas de este conflicto
original, pero muy pocas en el mundo en que vivimos. Por ejemplo, en
Hobbes todavía hallamos una contraposición de dos «facultades opuestas»:
un «razonar sólido» y una «poderosa elocuencia»; el primero está basado
«sobre principios de verdad, la otra sobre opiniones... y sobre las
pasiones e intereses de hombres que son diferentes y mutables».(7)
Más de cien años después, en el Siglo de las Luces, esas huellas no
habían desaparecido totalmente y, donde el antiguo antagonismo sobrevive
aún, el énfasis se ha desplazado. En términos de filosofía premoderna,
la magnífica frase de Lessing --«Sage jeder, was ihm Wahrheit dünkt, und
die Wahrheit selbst sei Gott empfohlen» («Deja que cada hombre diga lo
que cree que es verdad y deja que la verdad misma quede encomendada a
Dios»)-- habría significado llanamente: el hombre no es capaz de la
verdad, todas sus verdades, ay, son doxai, meras opiniones; por el
contrario, para Lessing significaba: demos gracias a Dios por no conocer
la verdad. Incluso cuando está ausente la nota de júbilo --el criterio
de que para los hombres, al vivir en compañía, la riqueza inagotable del
discurso humano es infinitamente más significativa y de mayor alcance
que cualquier Verdad única--, la certeza de la fragilidad de la razón
humana prevaleció desde el siglo XVIII sin dar lugar a quejas ni
lamentaciones. Lo podemos comprobar en la grandiosa Crítica de la razón
pura de Kant, donde la razón se ve llevada a reconocer sus propias
limitaciones, como también lo oímos en las palabras de Madison, que más
de una vez subrayó que «la razón del hombre, como el hombre mismo, es
tímida y cautelosa cuando obra por sí sola, y adquiere firmeza y
confianza en proporción al número con que está asociada».(8)
Las consideraciones de este tipo, mucho más que nociones acerca del
derecho individual a la expresión propia, jugaron un papel decisivo en
la lucha, al fin más o menos victoriosa, para obtener libertad de
pensamiento para la palabra hablada e impresa.
Spinoza, que aún creía en la infalibilidad de la
razón humana y que a menudo recibe equivocadamente el título de campeón
de la libertad de palabra y de pensamiento, sostenía que «cada hombre
es, por irrevocable derecho natural, dueño de sus propios pensamientos»,
que «el entendimiento de cada hombre es suyo y las mentes son distintas
como los paladares», de lo que concluía que «es mejor garantizar lo que
no se puede anular» y que las leyes que prohíben el libre pensamiento
sólo pueden desembocar en la existencia de «hombres que piensen una cosa
y digan otra» y, por consiguiente, en «la corrupción de la buena fe» y
en «el fomento de... la perfidia». Sin embargo, Spinoza nunca exige
libertad de palabra, y el argumento de que la razón humana necesita
comunicarse con los demás y, por tanto, ser pública en bien de su propia
integridad brilla por su ausencia. Incluso clasifica la necesidad de
comunicación del hombre, su incapacidad para ocultar sus pensamientos y
callar, entre los «errores comunes» que el filósofo no comparte.(9)
Por el contrario, Kant afirmaba que «el poder externo que priva al
hombre de la libertad para comunicar sus pensamientos en público lo
priva a la vez de su libertad para pensar» (la cursiva es mía), y que la
única garantía para «la corrección» de nuestro pensamiento está en que
«pensamos, por así decirlo, en comunidad con otros a los que comunicamos
nuestros pensamientos así como ellos nos comunican los suyos». La razón
humana, por ser falible, sólo puede funcionar si el hombre puede hacer
«uso público» de ella, y esto también es verdad en el caso de quienes,
aun en un estado de «tutelaje», son incapaces de usar sus mentes «sin la
guía de alguien más», y para el «estudioso», que necesita de «todo el
público lector» para examinar y controlar sus resultados.(10)
En este contexto, la cuestión del número mencionada
por Madison tiene especial importancia. El desplazamiento desde la
verdad racional hacia la opinión implica un paso del hombre en singular
hacia los hombres en plural, lo que a su vez implica un cambio desde un
campo en el que, dice Madison, nada cuenta excepto el «razonamiento
sólido» de una mente, hacia un ámbito donde la «fuerza de la opinión» se
determina por la confianza individual en «el número de los que, supone
el sujeto, tienen las mismas opiniones», número que, dicho sea al pasar,
no está necesariamente limitado a las personas contemporáneas. Madison
distinguía aún esta vida en plural, que es la vida del ciudadano, de la
vida del filósofo, por la que esas consideraciones «debían ser
desechadas», pero esta distinción no tiene una consecuencia práctica,
porque «una nación de filósofos es tan poco probable como la raza
filosófica real que quería Platón».(11) Dicho sea de
paso, se puede señalar que la idea misma de «una nación de filósofos»
habría sido una contradicción en los términos para Platón, cuya
filosofía política entera, incluidos sus abiertos rasgos tiránicos, se
funda en la convicción de que la verdad no se puede obtener ni comunicar
entre los integrantes de la mayoría.
En el mundo en que vivimos, las últimas huellas de
este antiguo antagonismo entre la verdad del filósofo y las opiniones de
la calle ya han desaparecido. Ni la verdad de la religión revelada, que
los pensadores del siglo XVII aún tomaban como una molestia mayor, ni
la verdad del filósofo, desvelada al hombre en su soledad, interfieren
ya en los asuntos del mundo. Con respecto a la primera, la separación de
Iglesia y Estado nos dio paz, y con respecto a la segunda, hace tiempo
que dejó de reclamar su dominio, a menos que nos tomemos con seriedad
las modernas ideologías como filosofías, lo que es bien difícil, ya que
sus adherentes hacen declaraciones abiertas de que se trata de armas
políticas y consideran irrelevante el tema de la verdad y la veracidad.
Si pensamos en términos de la tradición, podríamos sentirnos autorizados
a concluir de este estado de cosas que ya se ha zanjado el antiguo
conflicto, y en particular que ha desaparecido su causa originaria, el
choque de la verdad racional con la opinión.
Sin embargo, por extraño que resulte, no es éste el
caso, porque el choque entre la verdad factual y la política, que se
produce hoy en tan gran escala, tiene al menos en algunos aspectos
rasgos muy similares. Mientras que probablemente ninguna época anterior
toleró tantas opiniones diversas en asuntos religiosos o filosóficos, la
verdad de hecho, si se opone al provecho o al placer de un grupo
determinado, se saluda hoy con una hostilidad mayor que nunca. Ya se
sabe que siempre existieron los secretos de Estado; todos los gobiernos
deben clasificar cierta información, no transmitirla al público, y el
que revelaba secretos siempre fue tratado como un traidor. Este tema no
tiene que ver con mi exposición. Los hechos que tengo en mente son de
público conocimiento, y no obstante la misma gente que los conoce puede
situar en un terreno tabú su discusión pública y, con éxito y a menudo
con espontaneidad, convertirlos en lo que no son, en secretos. Que
después se pruebe que su aseveración se considera tan peligrosa como,
por ejemplo, se consideró la prédica del ateísmo o alguna otra herejía,
parece ser un fenómeno curioso, y su significado se ahonda cuando lo
encontramos también en países que soportan el dominio tiránico de un
gobierno ideológico. (Incluso en la Alemania de Hitler y en la Rusia de
Stalin era más peligroso hablar de campos de concentración y de
exterminio, cuya existencia no era un secreto, que sostener y aplicar
puntos de vista «heréticos» sobre antisemitismo, racismo y comunismo.)
Se diría que es aún más inquietante el de que, en la medida en que las
verdades factuales incómodas se toleran en los países libres, a menudo,
en forma consciente o inconsciente se las transforma en opiniones, como
si el apoyo que tuvo Hitler, la caída de Francia ante el ejército alemán
en 1940 o la política del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial no
fueran hechos históricos sino una cuestión de opiniones. En vista de
que esas verdades de hecho se refieren a asuntos de importancia política
inmediata, lo que aquí está en juego es algo más que la quizá
inevitable tensión entre dos formas de vida dentro del marco de una
realidad común y comúnmente reconocida. Lo que aquí se juega es la
propia realidad común y objetiva y éste es un problema político de
primer orden, sin duda. En vista de que la verdad de hecho, aunque mucho
menos abierta a la discusión que la verdad filosófica, y con entera
evidencia al alcance de todos, a menudo parece estar sujeta a un destino
similar cuando se expone en la calle --es decir, a que se la combata no
con mentiras ni falsedades deliberadas, sino con opiniones--, podría
ser útil mientras tanto reabrir el antiguo y al parecer obsoleto tema de
verdad frente a opinión.
Considerada desde el punto de vista del que dice la
verdad, la tendencia a transformar el hecho en opinión, a desdibujar la
línea divisoria entre ambos, no es menos desconcertante que el antiguo
dilema del hombre veraz, tan bien expresado en la alegoría de la
caverna, cuando el filósofo, a su regreso del solitario viaje al cielo
de las ideas perdurables, procura comunicar su verdad a la multitud, con
el resultado de verla desaparecer en la diversidad de puntos de vista,
que para él son ilusiones, y caer hasta el espacio incierto de la
opinión, de modo que en ese instante, cuando está otra vez en la
caverna, la verdad misma se muestra en la formulación del dokeZ? moi
(«me parece»), las dÕxai mismas que había esperado dejar detrás de una
vez para siempre. Sin embargo, el narrador de la verdad de hecho está en
peor situación. No vuelve de ningún viaje a regiones que estén más allá
del campo de los asuntos humanos ni puede consolarse con la idea de que
se ha convertido en un forastero en este mundo. De una manera similar,
no tenemos derecho a consolarnos con la idea de que la verdad de esa
persona, si es verdad, no es de este mundo. Si no se aceptan los simples
juicios objetivos de esa persona --verdades vistas y presenciadas con
los ojos del cuerpo y no con los de la mente--, surge la sospecha de que
puede estar en la naturaleza del campo político negar o tergiversar
cualquier clase de verdad, como si los hombres fueran incapaces de
llegar a un acuerdo con la pertinacia inconmovible, evidente y firme de
esa verdad. Si éste fuera el caso, las cosas serían aún más desesperadas
de lo que Platón decía, porque la verdad de Platón, hallada y
actualizada en soledad, por definición trasciende al campo de la
mayoría, al mundo de los asuntos humanos. (Se puede entender que el
filósofo, en su aislamiento, ceda a la tentación de usar su verdad como
una norma que se ha de imponer en los asuntos humanos, es decir, para
igualar la trascendencia inherente de la verdad filosófica con la muy
distinta clase de «trascendencia» por la que los metros y otros patrones
de medida se separan de la multitud de objetos que deben medir, y
también podemos entender que la mayoría se resista a esa norma, ya que
en realidad se deriva de un espacio que es ajeno al campo de los asuntos
humanos y cuya conexión con él sólo se justifica por una confusión.) La
verdad filosófica, cuando entra en la calle, cambia su naturaleza y se
convierte en opinión, porque se ha producido una verdadera met§basij e‡j
allo gz?noj, no sólo un paso de un tipo de razonamiento a otro sino de
un modo de existencia humana a otro.
Por el contrario, la verdad de hecho siempre está
relacionada con otras personas: se refiere a acontecimientos y
circunstancias en las que son muchos los implicados; se establece por
testimonio directo y depende de declaraciones; sólo existe cuando se
habla de ella, aunque se produzca en el campo privado. Es política por
naturaleza. Los hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse
separados, no son antagónicos entre sí; pertenecen al mismo campo. Los
hechos dan origen a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por
pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y ser
legítimas mientras respeten la verdad factual. La libertad de opinión es
una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no
estén en discusión los hechos mismos. En otras palabras, la verdad
factual configura al pensamiento político tal como la verdad de razón
configura a la especulación filosófica.
Pero ¿existen hechos independientes de la opinión y
de la interpretación? ¿Acaso generaciones enteras de historiadores y
filósofos de la historia no han demostrado la imposibilidad de
establecer hechos sin una interpretación, ya que en primer lugar hay que
rescatarlos de un puro caos de acontecimientos (y los principios de
elección no son los datos objetivos) y después hay que ordenarlos en un
relato que se puede transmitir sólo dentro de cierta perspectiva, que no
tiene nada que ver con los sucesos originales? Sin duda, éstas y muchas
otras incertidumbres de las ciencias históricas son reales, pero no
constituyen una argumentación contra la existencia de la cuestión
objetiva ni pueden servir para justificar que se borren las líneas
divisorias entre hecho, opinión e interpretación, o como una excusa para
que el historiador manipule los hechos como le plazca. Aun si admitimos
que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, sólo
le reconocemos el derecho a acomodar los acontecimientos según su propia
perspectiva, pero no el de alterar la materia objetiva misma. Para
ilustrar este asunto, y como una excusa para no seguir por más tiempo
con él, recordemos que, durante los años veinte, cuenta la historia,
poco antes de morir, Clemenceau mantenía una conversación amistosa con
un representante de la República de Weimar sobre el problema de quién
había sido el culpable del estallido de la Primera Guerra Mundial. «¿En
su opinión, qué pensarán los futuros historiadores acerca de este asunto
tan engorroso y controvertido?», preguntaron a Clemenceau, quien
respondió: «Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica
invadió Alemania». Aquí nos interesan los datos rudamente elementales de
esa clase, cuya esencia indestructible sería evidente aun para los más
extremados y sofisticados creyentes del historicismo.
Es verdad que se necesitaría mucho más que los
gemidos de los historiadores para eliminar de las crónicas el hecho de
que en la noche del 4 de agosto de 1914 las tropas alemanas cruzaron la
frontera belga: se necesitaría nada menos que el monopolio del poder en
todo el mundo civilizado. Pero ese monopolio del poder está lejos de ser
inconcebible, y no es difícil imaginar cuál sería eldestino de la
verdad de hecho si los intereses del poder, nacionales o sociales,
tuvieran la última palabra en estos temas. Lo que nos lleva otra vez a
la sospecha de que puede ser propio de la naturaleza del campo político
estar en guerra con la verdad en todas sus formas; por consiguiente,
volvemos a la pregunta del motivo por el que incluso un compromiso con
la verdad de hecho se siente como una actitud antipolítica.
3
Cuando se dice que la verdad de hecho o factual,
como antítesis de la racional, no es antagonista de la opinión, se
formula una verdad a medias. Todas las verdades --no sólo las distintas
clases de verdad de razón sino también la de hecho-- se contraponen a la
opinión en su modo de afirmar la validez. La verdad implica un elemento
de coacción, y las tendencias a menudo tiránicas, tan lamentablemente
visibles entre los profesionales veraces se pueden generar en la tensión
de vivir habitualmente bajo alguna clase de compulsión, más que en un
fallo de carácter. Juicios como «la suma de los ángulos de un triángulo
es igual a dos rectos», «la tierra se mueve alrededor del sol», «es
mejor sufrir un daño que hacerlo», «en agosto de 1914 Alemania invadió
Bélgica» son muy distintos por la forma en que se llegó a ellos, pero
una vez considerados verdaderos y reconocidos como tales, comparten el
hecho de estar más allá del acuerdo, la discusión, la opinión o el
consenso. Para quienes los aceptan, esos juicios no varían según el gran
o escaso número de los que sustentan la misma tesis; la persuasión o la
disuasión son inútiles, porque el contenido del juicio no es de
naturaleza persuasiva sino coactiva. (Así es como Platón, en Timeo,
traza una línea entre los hombres capaces de percibir la verdad y los
que mantienen opiniones rígidas. Entre los primeros, el órgano que
percibe la verdad [noèj] se activa a través de la instrucción, cosa que,
por supuesto, implica desigualdad y de la que se puede decir que es una
forma suave de coacción; los segundos deben ser sólo persuadidos. Los
puntos de vista de los primeros, dice Platón, son inamovibles, en tanto
que siempre se puede persuadir a los segundos de que cambien sus
criterios.)(12) Lo que cierta vez señaló Mercier de la
Riviére acerca de la verdad matemática se aplica a todo tipo de verdad:
«Euclide est un véritable despote; et les vérités géométriques qu'il
nous a transmises, sont des lois véritablement despotiques» («Euclides
es un verdadero déspota, y las verdades geométricas que nos transmitió
son leyes verdaderamente despóticas»). Dentro de la misma actitud, unos
cien años antes, Van Groot --para limitar el poder del príncipe
absoluto-- había insistido en que «ni siquiera Dios puede lograr que dos
más dos no hagan cuatro». Con esa frase no quería subrayar la
limitación implícita de la omnipotencia divina, sino que invocaba la
fuerza coactiva de la verdad frente al poder político. Estas dos
observaciones ilustran el aspecto que ofrece la verdad en la perspectiva
política pura, desde el punto de vista del poder, y la pregunta es si
el poder podría y debería controlarse no sólo mediante una constitución,
una carta de derechos y diversos poderes, como en el sistema de
controles y balances, en el que, según decía Montesquieu, «le pouvoir
arréte le pouvoir» («el poder detiene al poder») --es decir, mediante
factores que surgen del campo político estricto y pertenecen a él--,
sino también mediante algo que viene de fuera, que tiene su fuente en un
lugar que no es el campo político y que es tan independiente de los
deseos y anhelos de la gente como lo es la voluntad del peor de los
tiranos.
Vista con la perspectiva de la política, la verdad
tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian,
porque con razón temen la competencia de una fuerza coactiva que no
pueden monopolizar, y no le otorgan demasiada estima los gobiernos que
se basan en el consenso y rechazan la coacción. Los hechos están más
allá de acuerdos y consensos, y todo lo que se diga sobre ellos --todos
los intercambios de opinión fundados en informaciones correctas-- no
servirá para establecerlos. Se puede discutir, rechazar o adoptar una
opinión inoportuna, pero los hechos inoportunos son de una tozudez
irritante que nada puede conmover, exceptuadas las mentiras lisas y
llanas. El problema es que la verdad de hecho, como cualquier otra
verdad, exige un reconocimiento perentorio y evita el debate, y el
debate es la esencia misma de la vida política. Los modos de pensamiento
y de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la
perspectiva política, son avasalladores de necesidad: no toman en cuenta
las opiniones de otras personas, cuando el tomarlas en cuenta es la
característica de todo pensamiento estrictamente político.
El pensamiento político es representativo; me formo
una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de
vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los
represento. Este proceso de representación no implica adoptar
ciegamente los puntos de vista reales de los que sustentan otros
criterios y, por tanto, miran hacia el mundo desde una perspectiva
diferente; no se trata de empatía, como si yo intentara ser o sentir
como alguna otra persona, ni de contar cabezas y unirse a la mayoría,
sino de ser y pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad
no soy. Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo presentes cuando
estoy valorando determinado asunto, y cuanto mejor pueda imaginarme cómo
sentiría y pensaría si estuviera en lugar de otros, tanto más fuerte
será mi capacidad de pensamiento representativo y más válidas mis
conclusiones, mi opinión. (Esta capacidad de «mentalidad amplia» es la
que permite que los hombres juzguen; como tal la descubrió Kant en la
primera parte de su Crítica del juicio, aunque él no reconoció las
implicaciones políticas y morales de su descubrimiento.) El proceso
mismo de formación de la opinión está determinado por aquellos en cuyo
lugar alguien piensa usando su propia mente, y la única condición para
aplicar la imaginación de este modo es el desinterés, el hecho de estar
libre de los propios intereses privados.
Por consiguiente, si evito toda compañía o estoy
completamente aislada mientras me formo una opinión, no estoy conmigo
misma, sin más, en la soledad del pensamiento filosófico; en realidad
sigo en este mundo de interdependencia universal, donde puedo
convertirme en representante de todos los demás. Por supuesto, puedo
negarme a obrar así y hacerme una opinión que considere sólo mis propios
intereses, o los intereses del grupo al que pertenezco. Sin duda,
incluso entre personas muy cultivadas, lo más habitual es la obstinación
ciega, que se hace evidente en la falta de imaginación y en la
incapacidad de juzgar. Pero la calidad misma de una opinión, como la de
un juicio, depende de su grado de imparcialidad.
Ninguna opinión es evidente por sí misma. En
cuestiones de opinión, pero no en cuestiones de verdad, nuestro
pensamiento es genuinamente discursivo, va de un lado a otro, de un
lugar del mundo a otro, por así decirlo, a través de toda clase de
puntos de vista antagónicos, hasta que por fin se eleva desde esas
particularidades hacia alguna generalidad imparcial. Comparado con este
proceso, en el que un asunto particular se lleva a campo abierto para
que se pueda verlo en todos sus aspectos, en todas las perspectivas
posibles, hasta que la luz plena de la comprensión humana lo inunda y lo
hace transparente, un juicio de verdad tiene una opacidad peculiar. La
verdad de razón ilumina el entendimiento humano y la verdad de hecho
debe configurar opiniones, pero estas verdades nunca son oscuras aunque
tampoco son transparentes, y está en su naturaleza misma la capacidad de
soportar una dilucidación posterior, así como en la naturaleza de la
luz está que soporte el esclarecimiento.
Además, en ningún otro punto esa opacidad es más
evidente ni más irritante que cuando nos enfrentamos con los hechos y
con la verdad de hecho, porque no hay ninguna razón concluyente para que
los hechos sean lo que son; siempre pueden ser diversos y esta molesta
contingencia es literalmente ilimitada. A causa de la accidentalidad de
los hechos, la filosofía premoderna se negó a tomar en serio el campo de
los asuntos humanos, impregnado por el carácter factual, o a creer que
cualquier verdad significativa se podría descubrir alguna vez en la
«accidentalidad melancólica» (Kant) de una secuencia de los hechos que
constituyen el curso de este mundo. Ninguna filosofía de la historia
moderna consiguió hacer las paces con la tozudez intratable e irracional
de la pura factualidad; los filósofos modernos idearon todas las clases
de necesidad, desde la dialéctica de un mundo del espíritu o de las
condiciones materiales hasta las necesidades de una naturaleza humana
presuntamente invariable y conocida, para que los últimos vestigios del
al parecer arbitrario «podría haber sido de otra manera» (que es el
precio de la libertad) desaparezcan del único campo en que los hombres
son libres de verdad. Es cierto que mirando hacia atrás --o sea, con
perspectiva histórica-- cada secuencia de acontecimientos se ve como si
las cosas no pudieran haber sido de otro modo, pero eso es una ilusión
óptica, o más bien existencial: nada podría ocurrir si la realidad, por
definición, no destruyera todas las demás potencialidades inherentes, en
su origen, a toda situación dada.
En otras palabras, la verdad de hecho no es más evidente que la
opinión, y esto ha de estar entre las razones por las que quienes
sustentan opiniones encuentran relativamente fácil desacreditar esta
verdad como si se tratara de una opinión más. Por otra parte, la
evidencia factual se establece mediante el testimonio de testigos
presenciales --sin duda poco fiables-- y por registros, documentos y
monumentos, todos los cuales pueden ser el resultado de alguna
falsificación. En el caso de una disputa, sólo se puede invocar a otros
testigos, pero no a una tercera y más alta instancia, y a la
conciliación en general se llega por vía mayoritaria, es decir, tal como
en la conciliación de disputas de opinión, un procedimiento por entero
insatisfactorio, ya que no hay nada que evite que una mayoría de
testigos lo sea de testigos falsos. Por el contrario, bajo ciertas
circunstancias, el sentimiento de pertenencia a una mayoría puede
incluso propiciar el falso testimonio. En otras palabras, en la medida
en que la verdad de hecho está expuesta a la hostilidad de los que
sustentan la opinión, es al menos tan vulnerable como la verdad
filosófica racional.
Antes observé que el que dice la verdad de hecho
está, en algunos aspectos, en peores condiciones que el filósofo de
Platón, y que su verdad no tiene origen trascendente y ni siquiera posee
las cualidades relativamente trascendentes de principios políticos como
la libertad, la justicia, el honor y el valor, todos los cuales pueden
inspirar la acción humana y manifestarse en ella. Ahora veremos que esta
desventaja tiene consecuencias más serias que las pensadas
anteriormente, consecuencias que se refieren no sólo a la persona del
hombre veraz sino también --y esto es más importante-- a las
posibilidades de que su verdad sobreviva. La inspiración y la
manifestación de las acciones humanas pueden no ser adecuadas para
competir con la evidencia apremiante de la verdad, pero en cambio sí lo
son, como veremos, para competir con la persuasividad inherente a la
opinión. Cité antes la frase socrática «es mejor sufrir un daño que
hacerlo» como ejemplo de un juicio filosófico que concierne a la
conducta humana y, por consiguiente, que tiene implicaciones políticas.
Lo hice en parte porque esta sentencia se ha convertido en el principio
del pensamiento ético occidental, y en parte porque, hasta donde tengo
noticias, siguió siendo la única proposición ética que se puede derivar
directamente de la experiencia filosófica específica. (El imperativo
categórico de Kant, el único competidor en este campo, se puede despojar
de sus ingredientes judeocristianos, que fundamentan su formulación
como un imperativo en lugar de una mera proposición. Su principio básico
es el axioma de la no contradicción --el ladrón se contradice porque
quiere guardar como propiedad suya los bienes que roba--, y este axioma
debe su validez a las condiciones de pensamiento que Sócrates fue el
primero en descubrir.)
Los diálogos platónicos nos dicen una y otra vez
que el juicio de Sócrates (una proposición, no un imperativo) sonaba a
paradoja, que con facilidad era refutado en la calle, donde una opinión
se opone a otra opinión, y que Sócrates era incapaz de probar y
demostrar su validez no sólo ante sus adversarios, sino también ante sus
amigos y discípulos. (El más fuerte de estos pasajes se encuentra en el
principio de La república (13). Después de un vano
intento de convencer a su antagonista Trasímaco de que la justicia es
mejor que la injusticia, Glaucón y Adimanto, discípulos de Sócrates,
dicen a su maestro que su argumento no había sido convincente. El
maestro admira la argumentación de los jóvenes: «Sin duda habéis
experimentado algo divino para que no os hayáis persuadido de que la
injusticia es mejor que la justicia, cuando sois capaces de hablar de
tal modo en favor de esas tesis». En otras palabras, estaban convencidos
antes de que empezara la discusión, y todo lo que se había dicho para
apoyar la verdad de la proposición no sólo no había conseguido persuadir
a los no convencidos sino que ni siquiera había tenido la fuerza
necesaria para reforzar sus convicciones.) Encontramos en los diálogos
platónicos todo lo que se pueda decir en esta defensa. El argumento
principal es el de que para el hombre, que es uno, es mejor estar en
conflicto con todo el mundo que estar en conflicto y en contradicción
consigo mismo (14), un argumento que tiene mucha fuerza
para el filósofo, cuyo pensamiento caracteriza Platón como un
silencioso diálogo consigo mismo y cuya existencia, por consiguiente,
depende de un intercambio constantemente articulado consigo mismo de una
partición-en-dos de la unidad que, de todos modos, él es, porque una
contradicción básica entre los dos interlocutores que sostienen el
diálogo reflexivo destruiría las condiciones mismas de la actividad
filosófica (15). En otras palabras, como el hombre
lleva dentro un interlocutor del que nunca podrá liberarse, lo mejor que
puede ocurrirle es no vivir en compañía de un asesino o de un falsario.
Además, ya que el pensamiento es el diálogo callado que se produce
entre el sujeto y su yo, hay que tener el cuidado de mantener intacta la
integridad de ese compañero, porque en caso contrario se pierde por
completo la capacidad de pensar.
Para el filósofo --o más bien para el hombre en la
medida en que es un ser pensante--, esta proposición ética sobre hacer y
sufrir el mal no es menos cierta que la verdad matemática. Pero para el
hombre como ciudadano, como ser que obra comprometido con el mundo y la
prosperidad pública más que con su propio bienestar --incluida, por
ejemplo, su «alma inmortal», cuya «salud» debería estar por encima de
las necesidades de un cuerpo mortal--, el juicio socrático no es
verdadero. Muchas veces se señalaron las desastrosas consecuencias que
para cualquier grupo tendría el hecho de empezar a seguir, con toda
seriedad, los preceptos éticos derivados del hombre en singular, ya sean
socráticos, platónicos o cristianos. Mucho antes de que Maquiavelo
recomendara proteger el campo político de los principios puros de la fe
cristiana (los que se niegan a hacer el mal permiten a los malvados
«hacer todo el mal que quieran»), Aristóteles advertía en contra de
permitir que los filósofos tuvieran cualquier intervención en asuntos
políticos. (A los hombres que por motivos profesionales han de
preocuparse tan poco por «lo que es bueno para ellos mismos», no se les
puede confiar lo que es bueno para los demás, y menos que nada el «bien
común», el interés terreno de la comunidad.(16)
La verdad filosófica se refiere al hombre en su
singularidad y, por tanto, es apolítica por naturaleza. Si, no obstante,
el filósofo quiere que su verdad prevalezca ante las opiniones de la
mayoría, sufrirá una derrota y tal vez de ella deduzca que la verdad es
impotente, una perogrullada que equivale a que un matemático, incapaz de
cuadrar el círculo, se quejase de que el círculo no sea un cuadrado.
Podría sentirse tentado, como Platón, de hacerse oír por algún tirano
con inclinaciones filosóficas, y en el afortunado y muy poco probable
caso de que tuviera éxito, podría fundar una de esas tiranías de la
«verdad» que conocemos en especial a través de las diversas utopías
políticas y que, por supuesto, en términos políticos son tan tiránicas
como las otras formas de despotismo. En el apenas menos improbable caso
de que su verdad se impusiera sin el auxilio de la violencia,
simplemente porque los hombres están de acuerdo con ella, la suya sería
una victoria pírrica. En tal caso, la verdad debería su predominio no a
su propia fuerza sino al acuerdo de la mayoría, que podría cambiar de
parecer al día siguiente y sostener alguna otra cosa: lo que fuera
verdad filosófica se convertiría en mera opinión.
Sin embargo, como la verdad filosófica lleva en sí
un elemento coactivo, puede tentar al hombre de Estado en ciertas
condiciones, tanto como el poder de la opinión puede tentar al filósofo.
Por ejemplo, en la Declaración de la Independencia, Jefferson decía que
ciertas «verdades son evidentes por sí mismas», porque quería poner el
acuerdo básico entre los hombres de la Revolución más allá de toda
disputa y discusión; como axiomas matemáticos, debían expresar las
«creencias de los hombres» que «dependen no de su propia voluntad, sino
que siguen involuntariamente las evidencias propuestas a su
entendimiento»(17). Con todo, al decir «consideramos
que estas verdades son evidentes por sí mismas», aunque no fuera
totalmente consciente de ello, concedía que el juicio «todos los hombres
fueron creados como iguales» no es evidente por sí mismo sino que
necesita del acuerdo y del consenso, admitía que la igualdad, para tener
importancia en el campo político, no es «la verdad» sino una cuestión
de opiniones. De otra parte, existen juicios filosóficos o religiosos
que corresponden a esta opinión --como el que dice que todos los hombres
son iguales ante Dios, ante la muerte o en la medida en que pertenecen a
la misma especie de animal rationale--, pero ninguno de ellos tuvo
jamás ninguna consecuencia política o práctica, porque el elemento
nivelador, ya sea Dios, la muerte o la naturaleza, trasciende y está
fuera del campo en que se produce la relación humana. Esas «verdades» no
están entre los hombres sino por encima de ellos y ninguna de esas
cosas está detrás de la moderna o antigua aceptación de la verdad, sobre
todo de la de los griegos. Que todos los hombres hayan sido creados
iguales, no es evidente por sí mismo ni se puede probar. Lo creemos
porque la libertad sólo es posible entre iguales, y creemos que las
alegrías y gratificaciones de la libre compañía han de preferirse a los
placeres dudosos del dominio. Estas preferencias tienen la máxima
importancia política, y aparte de ellas hay pocas cosas por las que los
hombres se diferencien más profundamente entre sí. Su calidad humana,
estaríamos tentados de decir, y sin duda la calidad de todo tipo de
relación entre ellos, depende de esas elecciones. No obstante, se trata
de una cuestión de opiniones y no de la verdad, como admitió Jefferson,
muy en contra de su voluntad. Su validez depende del acuerdo y consenso
libre; se llega a ellos a través del pensamiento discursivo,
representativo, y se comunican a través de la persuasión y la disuasión.
La proposición socrática «es mejor padecer el mal
que hacerlo» no es una opinión sino que pretende ser una verdad, y
aunque se pueda dudar de que alguna vez haya tenido una consecuencia
política directa, es innegable su impacto en la conducta práctica como
precepto ético; sólo disfrutan de un reconocimiento mayor las normas
religiosas, que son absolutamente vinculantes para la comunidad de
creyentes. ¿Este hecho no entra en clara contradicción con la
generalmente aceptada impotencia de la verdad filosófica? Y, en vista de
que sabemos por los diálogos platónicos qué poco persuasivo resultaba
el juicio de Sócrates para amigos y enemigos por igual cuando el maestro
trataba de probar su validez, debemos preguntarnos cómo pudo obtener su
alto grado de aceptación. Es evidente que se habrá debido a un tipo de
persuasión poco habitual; Sócrates decidió apostar su vida por esa
verdad, por ejemplo no cuando se presentó ante el tribunal ateniense
sino cuando se negó a evitar la sentencia de muerte. Y esta enseñanza
mediante el ejemplo es, sin duda, la única forma de «persuasión» de la
que es capaz la verdad filosófica sin caer en la perversión o la
distorsión (18); por la misma causa, la verdad
filosófica puede convertirse en «práctica» e inspirar la acción sin
violar las normas del ámbito político sólo cuando consigue hacerse
manifiesta a la manera de un ejemplo: es la única oportunidad que un
principio ético tiene de ser verificado y confirmado. Por ejemplo, para
verificar la idea de valor podemos recordar el comportamiento de Aquiles
y para verificar la idea de bondad nos inclinamos a pensar en Jesús de
Nazareth o en san Francisco; estos ejemplos enseñan o persuaden por
inspiración, de modo que cada vez que tratamos de cumplir un acto de
valor o de bondad, es como si imitáramos a alguien, imitatio Christi o
de quien sea. A menudo se señala que, como decía Jefferson, «un sentido
vívido y duradero del deber filial se imprime con mayor eficacia en la
mente de un hijo o una hija tras la lectura de El rey Lear que por la de
todos los secos libros que sobre la ética y la divinidad se hayan
escrito»(19), y que, como decía Kant, «los preceptos
generales aprendidos de sacerdotes o de filósofos, o incluso tomados de
los propios recursos, nunca son tan eficaces como un ejemplo de virtud o
santidad»(20). La razón, como lo explica Kant, es que
siempre necesitamos «intuiciones... para verificar la realidad de
nuestros conceptos». «Si son puros conceptos del entendimiento», como el
concepto de triángulo, «las intuiciones reciben el nombre de esquemas»,
como el triángulo ideal, percibido sólo por los ojos de la mente y no
obstante indispensable para reconocer todos los triángulos reales; sin
embargo, si los conceptos son prácticos, referidos a la conducta, «las
intuiciones se llaman ejemplos»(21). Y, a diferencia de
los esquemas, que nuestra mente produce por sí misma gracias a la
imaginación, estos ejemplos se derivan de la historia y de la poesía, a
través de las cuales --como señalara Jefferson-- «se abre para nuestro
uso un campo de imaginación» completamente distinto.
Esta transformación de un juicio teórico o
especulativo en verdad ejemplar --una transformación de la que sólo es
capaz la filosofía moral-- es una experiencia límite para el filósofo:
al establecer un ejemplo y «persuadir» a la gente de la única forma en
que puede hacerlo, empieza a actuar. Hoy, cuando casi ningún juicio
filosófico, por atrevido que sea, se tomará lo bastante en serio como
para que ponga en peligro la vida del filósofo, aun esta rara
oportunidad de confirmar en lo político una verdad filosófica ha
desaparecido. Sin embargo, en nuestro contexto es importante tener en
cuenta que tal posibilidad existe para el que dice la verdad de razón,
pero no existe en ninguna circunstancia para el que dice la verdad
factual que en éste, como en otros temas, está en peor situación que
antes. No sólo los juicios objetivos no contienen principios por los
cuales los hombres puedan actuar, y que por consiguiente resulten
manifiestos en el mundo; su contenido mismo se resiste a este tipo de
verificación. Alguien que dice la verdad de hecho, en el improbable caso
de que quisiera apostar su vida por un acontecimiento particular,
cometería una especie de error. Lo que quedaría manifiesto en su acción
sería su valor o quizá su tozudez, pero no la verdad de lo que tenía que
decir ni tampoco su propia credibilidad. ¿Por qué un mentiroso no iba a
sostener sus mentiras con gran valor, sobre todo en política, donde
puede estar motivado por el patriotismo o por otra clase de legítima
parcialidad de grupo?
4
Lo que define a la verdad de hecho es que su
opuesto no es el error ni la ilusión ni la opinión, elementos que no se
reflejan en la veracidad personal, sino la falsedad deliberada o
mentira. Claro está que el error es posible, e incluso común, con
respecto a la verdad de hecho, en cuyo caso este tipo de verdad no se
diferencia de la verdad científica o de razón. Pero la cuestión es que,
con respecto a los hechos, existe otra alternativa, la falsedad
deliberada, que no pertenece a la misma especie de las proposiciones
que, acertadas o equivocadas, no pretenden más que decir qué es una cosa
para el sujeto o cómo se muestra esa cosa a él.
Un juicio objetivo --Alemania invadió Bélgica en
agosto de 1914-- adquiere implicaciones políticas sólo si se pone en un
contexto interpretativo. Pero la proposición opuesta, esa que
Clemenceau, aún poco familiarizado con el arte de volver a escribir la
historia, consideraba absurda, no necesita contexto para tener
significado político. Con toda claridad, se trata de un intento de
cambiar la crónica y como tal es una forma de acción. Otro tanto ocurre
cuando el falsario, que no puede hacer que su mentira se imponga, no
insiste en la verdad evangélica de su juicio y pretende que se trata de
su «opinión», que reivindica basándose en su derecho constitucional. Con
frecuencia hacen esto los grupos subversivos, y en un público
políticamente inmaduro, la confusión resultante puede ser considerable.
La atenuación de la línea divisoria entre la verdad de hecho y la
opinión es una de las muchas formas que puede asumir la mentira, todas
ellas formas de acción.
Mientras el embustero es un hombre de acción, el
veraz, ya diga verdades de razón o de hecho, no lo es de ningún modo. Si
el que dice verdades de hecho quiere desempeñar un papel político y por
tanto ser persuasivo, en la mayoría de los casos tendrá que extenderse
considerablemente para explicar por qué su particular verdad es la mejor
para los intereses de determinado grupo. Así como el filósofo obtiene
una victoria pírrica cuando su verdad se vuelve dominante en los medios
de opinión, el que dice la verdad factual, cuando entra en el campo
político y se identifica con algún interés parcial y con alguna
formación de poder, compromete la única cualidad que podría hacer que su
verdad fuera plausible: su veracidad, garantizada por la imparcialidad,
la integridad, la independencia. Es difícil que haya una figura
política más capaz de despertar sospechas justificadas que la del veraz
de profesión que ha descubierto alguna feliz coincidencia entre la
verdad y el interés. El embustero, por el contrario, no necesita de tan
dudosa acomodación para aparecer en la escena política; tiene la gran
ventaja de que siempre está, por así decirlo, en medio de ella; es actor
por naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean
distintas de lo que son, es decir, quiere cambiar el mundo. Toma ventaja
de la innegable afinidad de nuestra capacidad para la acción, para
cambiar la realidad, con esa misteriosa facultad nuestra que nos permite
decir «brilla el sol» cuando está lloviendo a cántaros. Si en nuestro
comportamiento estuviéramos tan completamente condicionados como algunas
filosofías hubiesen querido que estuviéramos, jamás habríamos podido
concretar ese pequeño milagro. En otras palabras, nuestra habilidad para
mentir --pero no necesariamente nuestra habilidad para ser veraces-- es
uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la
libertad humana. Podemos cambiar las circunstancias en que vivimos
porque tenemos una relativa libertad respecto de ellas, y de esta
libertad se abusa y a ella se pervierte con la mendacidad. Si es
tentación poco menos que irresistible para el historiador profesional
caer en la trampa de la necesidad y negar de forma implícita la libertad
de acción, también es casi igualmente irresistible la tentación que el
político profesional siente por sobrestimar las posibilidades de esa
libertad y tolerar de forma implícita la falsa negación o la distorsión
de los hechos.
Sin duda, en lo que respecta a la acción, la
mentira organizada es un fenómeno marginal, pero el problema es que su
antítesis, el mero relato de los hechos, no conduce a ninguna acción: en
circunstancias normales, se decanta por la aceptación de las cosas tal
como son. (Esto, desde luego, no implica rechazar que de la divulgación
de los hechos puedan hacer un uso legítimo las organizaciones políticas o
que, en ciertas circunstancias, los asuntos objetivos llevados a la
atención pública puedan propiciar y reforzar no poco las demandas de los
grupos étnicos y sociales.) La veracidad jamás se incluyó entre las
virtudes políticas, porque poco contribuye a ese cambio del mundo y de
las circunstancias que está entre las actividades políticas más
legítimas. Sólo cuando una comunidad se embarca en la mentira organizada
por principio y no únicamente con respecto a los particulares, la
veracidad como tal, sin el sostén de las fuerzas distorsionantes del
poder y el interés, puede convertirse en un factor político de primer
orden. Cuando todos mienten acerca de todo lo importante, el hombre
veraz, lo sepa o no lo sepa, ha empezado a actuar; también él se
compromete en los asuntos políticos porque, en el caso poco probable de
que sobreviva, habrá dado un paso hacia la tarea de cambiar el mundo.
Sin embargo, en esta situación pronto se encontrará
en incómoda desventaja. Hablé antes del carácter contingente de los
hechos, que siempre podrían haber sido distintos, y que por tanto no
tienen por sí mismos ningún rasgo evidente o verosímil para la mente
humana. Como el falsario tiene libertad para modelar sus «hechos» de tal
modo que concuerden con el provecho y el placer, o aun las simples
expectativas, de su audiencia, lo más posible es que resulte más
persuasivo que el hombre veraz. Es muy cierto que por lo común tendrá la
verosimilitud de su lado; su exposición será más lógica, por decirlo
así, porque el elemento inesperado --uno de los rasgos sobresalientes de
todos los hechos-- ha desaparecido misericordiosamente. No sólo la
verdad de razón, según la frase de Hegel, reivindica para sí el sentido
común; la realidad, con mucha frecuencia, infringe la entereza
raciocinante del sentido común tanto como infringe el provecho y el
placer.
Ahora debemos volver nuestra atención al fenómeno
relativamente reciente de la manipulación masiva de hechos y opiniones,
como se hizo evidente en la tarea de volver a escribir la historia, en
la elaboración de la imagen y en la política gubernamental concreta. La
tradicional mentira política, tan prominente en la historia de la
diplomacia y en el arte de gobernar, en general se refería a verdaderos
secretos --datos que jamás se hacían públicos-- o bien a intenciones,
que de todos modos no tienen el mismo grado de fiabilidad que los hechos
consumados; como todo lo que ocurre dentro de cada persona, las
intenciones son simples potencialidades, y lo que se pensó como una
mentira siempre puede terminar siendo verdad. Por el contrario, las
mentiras políticas modernas se ocupan con eficacia de cosas que de
ninguna manera son secretas sino conocidas de casi todos. Esto es obvio
en el caso de volver a escribir la historia contemporánea ante los ojos
de quienes son testigos de ella, pero también es verdad cuando se
pretende crear una imagen, caso en que, una vez más, todo hecho conocido
y probado se puede negar o desdeñar si daña la imagen, porque a
diferencia de un retrato antiguo, se supone que la imagen no mejora la
realidad sino que la sustituye de manera total. Gracias a las técnicas
modernas y a los medios masivos, ese sustituto es mucho más público que
su original. Finalmente nos enfrentamos con hombres de Estado
respetables que, como De Gaulle y Adenauer, fueron capaces de construir
sus políticas básicas en tan obvios «no-hechos» como el de que Francia
fuera uno de los vencedores de la última guerra y, por tanto, una de las
grandes potencias, y «que la barbarie del nacionalsocialismo había
afectado sólo a un porcentaje relativamente pequeño del país»(22).
Todas estas mentiras, lo supieran o no sus autores, contienen un
elemento de violencia; la mentira organizada siempre tiende a destruir
lo que se haya decidido anular, aunque sólo los gobiernos totalitarios
de manera consciente hayan adoptado la mentira como paso previo al
asesinato. Cuando Trotski supo que nunca había desempeñado un papel en
la Revolución Rusa, tuvo que haber comprendido que se había firmado su
sentencia de muerte. Es obvio que resulta más fácil eliminar a una
figura pública del registro histórico si es posible eliminarla del mundo
de los vivos. En otras palabras, la diferencia entre la mentira
tradicional y la mentira moderna en la mayoría de los casos se iguala
con la diferencia entre el ocultamiento y la destrucción.
Además, la mentira tradicional sólo se refería a
ciudadanos particulares y nunca tenía la intención de engañar
literalmente a todos, pues se dirigía al enemigo y sólo a él pretendía
engañar. Estas dos limitaciones restringían el daño infligido a la
verdad hasta un punto que, visto en perspectiva, nos puede parecer casi
inofensivo. Como los hechos siempre ocurren dentro de un contexto, una
mentira limitada --es decir, una falsedad que no intenta cambiar el
contexto en su totalidad-- desgarra, por así decirlo, la tela de lo
factual. Como todo historiador sabe, se puede detectar una mentira
localizando incongruencias, agujeros o las líneas de los remiendos. En
la medida en que la estructura en su conjunto se mantenga intacta, la
mentira se mostrará por fin como si lo hiciera por sí misma. La segunda
limitación se refiere a los que están comprometidos con la impostura,
que solían pertenecer al círculo restringido de los estadistas y
diplomáticos, que entre sí aún conocían y podían preservar la verdad. No
eran personas que fueran a resultar víctimas de sus propias falsedades;
podían engañar a los demás sin engañarse a sí mismos. Es obvia la
ausencia tanto de estas circunstancias atenuantes como del viejo arte de
mentir en la manipulación de los hechos a la que hoy asistimos.
¿Cuál es, pues, el significado de estas
limitaciones, y por qué se justifica que las llamemos circunstancias
atenuantes? ¿Por qué el engaño a medias se ha convertido en una
herramienta indispensable en el negocio de la creación de una imagen, y
por qué, para el mundo y para el mismo falsario que se engañara con sus
propias mentiras, sería peor que el mero hecho de engañar a los demás?
Un falsario no podría presentar mejor excusa moral que la de que, por
ser tanta su aversión a la mentira, tuvo que convencerse a sí mismo
antes de poder mentir a los demás, es decir que, como Antonio en La
tempestad, había tenido que «convertir en pecadora a su memoria, para
dar crédito a su propia mentira». Y por último, y tal vez sea lo más
inquietante, si las modernas mentiras políticas son tan grandes que
exigen una completa acomodación nueva de toda la estructura de los
hechos --la configuración de otra realidad, por decirlo así, en la que
entren sin grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos entran en su
contexto original--, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos,
imágenes y «no-hechos» se conviertan en sustituto adecuado de la
realidad y de lo factual?
Una anécdota medieval ilustra lo difícil que puede
ser mentir a los demás sin mentirse a sí mismo. Dice el relato que había
un pueblo en cuya atalaya noche y día un centinela montaba guardia para
advertir a la gente en caso de que se acercara el enemigo. El centinela
era hombre dado a hacer bromas pesadas y una noche hizo sonar la alarma
para meter un poco de miedo a los habitantes del pueblo. Tuvo un éxito
abrumador: todos corrieron a las murallas y el último en llegar fue el
propio centinela. El cuento sugiere que, en gran medida, nuestra
captación de la realidad depende de que compartamos el mundo con
nuestros semejantes, y que se requiere una gran fuerza de carácter para
no apartarse de lo no compartido, sea verdad o mentira. En otras
palabras, cuanto más éxito tiene un falsario, más probable es que caiga
en la trampa de sus propias elucubraciones. Además, el bromista
autoengañado que demuestra estar en el mismo bando que sus víctimas
resultará mucho más fiable que el embustero despiadado que se permite
disfrutar de su jugarreta desde fuera. Sólo el autoengaño es capaz de
crear una apariencia de fiabilidad, y en un debate sobre hechos, el
único factor de persuasión que a veces tiene una posibilidad de ser más
fuerte que el placer, el temor y el beneficio es la apariencia personal.
El prejuicio moral corriente suele ser más bien
duro con la mentira cruel, en tanto que, por lo común, se mira el a
menudo muy desarrollado arte del autoengaño con gran tolerancia y
permisividad. Entre los pocos ejemplos de la literatura que se pueden
citar como contrarios a esta valoración habitual está la famosa escena
del monasterio en el principio de Los hermanos Karamazov. El padre, un
mentiroso empedernido, pregunta al starets: «¿Qué debo hacer para
salvarme?», y el monje responde: «Ante todo, ¡jamás te mientas a ti
mismo!». Dostoievski no añade ninguna explicación ni elaboración. Los
argumentos en favor del axioma «es mejor mentir a los demás que
engañarte a ti mismo» señalarían que el mentiroso despiadado tiene
conciencia de la distinción entre verdad y falsía, de modo que la verdad
que esconde de los demás todavía no ha quedado por completo fuera del
mundo, sino que ha encontrado en el falsario su último refugio. El daño
hecho a la realidad no es completo ni definitivo, y por la misma razón,
el dañohecho al embustero mismo tampoco es completo ni final; esa
persona ha mentido pero no es una mentirosa. Tanto esa persona como el
mundo al que engaña no están más allá de la «salvación», para usar las
palabras del starets.
El carácter completo y el potencialmente final,
desconocidos en tiempos anteriores, son los peligros que nacen de la
moderna manipulación de los hechos. Aun en el mundo libre, donde el
gobierno no ha monopolizado el poder de decidir y decretar cuáles son
los elementos factuales que son y los que no son, las organizaciones con
gigantescos intereses han generalizado una especie de marco mental de
raison d'étát, que antes se restringía al manejo de los asuntos
exteriores y, en sus peores excesos, a las situaciones de obvio e
inminente peligro. Y la propaganda nacional de los gobiernos ya tiene
aprendidas más que unas pocas triquiñuelas de los métodos de las
prácticas empresariales. Las imágenes elaboradas para el consumo
interno, distintas de las mentiras que se destinan al adversario
extranjero, pueden convertirse en realidad para todos y, en primer
lugar, para sus propios fabricantes, que mientras aún se encuentran en
la tarea de preparar sus «productos», se ven abrumados por la mera idea
del posible número de víctimas. Sin duda, los que originaron la imagen
falsa que «inspira» a los disuasores ocultos todavía saben que quieren
engañar a un enemigo en el campo social o en el nacional, pero el
resultado es que todo un grupo de personas, e incluso de naciones
enteras, puede orientarse en una red de engaños con la que los líderes
quieran someter a sus opositores.
Lo que pasa después es casi automático. El grupo
engañado y los engañadores mismos suelen esforzarse, sobre todo, por
mantener intacta la imagen de la propaganda, y esta imagen se ve menos
amenazada por el enemigo y por reales intereses hostiles que por los
que, dentro del propio grupo, han conseguido escapar de su encanto e
insisten en hablar de hechos o acontecimientos no acordes con esa
imagen. La historia contemporánea está llena de ejemplos en los que
quienes dicen la verdad factual se consideraban más peligrosos e incluso
más hostiles que los opositores mismos. Estos argumentos contra el
autoengaño no se deben confundir con las protestas de los «idealistas»,
sea cual sea su mérito, contra la mentira como algo en principio malo y
contra el antiguo arte de engañar al enemigo. Políticamente, lo
primordial es que el arte moderno del autoengaño es capaz de transformar
un tema exterior en un asunto interno, así como un conflicto
internacional o intergrupal revierte sobre el escenario de la política
interna. Los autoengaños practicados por ambas partes en la época de la
guerra fría son demasiados como para enumerarlos, pero es obvio que
constituyen un ejemplo apropiado. Los críticos conservadores de la
democracia de masas con frecuencia dibujaron los peligros que esta forma
de gobierno acarrea a los asuntos internacionales, sin mencionar, no
obstante, los peligros peculiares de las monarquías o de las
oligarquías. La fuerza de sus argumentos está en el hecho innegable de
que, en condiciones plenamente democráticas, el engaño sin autoengaño es
imposible por completo.
En nuestro actual sistema de comunicación mundial,
que abarca un amplio número de naciones independientes, ninguna de las
potencias existentes es lo bastante grande como para disponer de una
«imagen» segura. Por consiguiente, las imágenes tienen una expectativa
de vida más o menos breve; pueden estallar no sólo cuando la suerte ya
está echada y la realidad reaparece en público sino antes, porque los
fragmentos de los hechos perturban sin cesar y arrancan de sus
engranajes la guerra de propaganda entre imágenes enfrentadas. Sin
embargo, ese camino no es el único, ni siquiera el más significativo por
el que la realidad se venga de los que se atreven a desafiarla. La
expectativa de vida de las imágenes apenas si puede aumentarse de manera
categórica aun bajo un gobierno mundial o alguna otra versión moderna
de la Pax Romana. La mejor ilustración de ello está en los sistemas
relativamente cerrados de los gobiernos totalitarios y las dictaduras de
partido único, que por supuesto son con gran diferencia las entidades
más eficaces para proteger las ideologías y las imágenes del impacto de
la realidad y de la verdad. (Esa corrección de las crónicas nunca es
segura. En un informe de 1935, encontrado en el Archivo Smolensk, nos
enteramos de las incontables dificultades que rodean este tipo de
empresa. Por ejemplo, ¿qué «habría que hacer con los discursos de
Zinoviev, Kamenev, Rikov, Bujarin et alii en los congresos del Partido,
en los plenos del Comité Central, en el Komintern, los congresos de los
soviets, etcétera? ¿Qué hacer con las antologías sobre marxismo...
escritas o editadas en conjunto por Lenin, Zinoviev... y otros? ¿Qué
hacer con los escritos de Lenin editados por Kamenev?... ¿Qué se podría
hacer en los casos en que Trotski... había escrito un artículo en un
número de Internacional Comunista? ¿Habría que confiscar toda la
tirada?»(23). Preguntas complejas, sin duda, para las
que no hay respuestas en el Archivo.) El problema es que tienen que
hacer cambios constantes en las falsedades con las que sustituyen la
historia real; las circunstancias cambiantes exigen la suplantación de
un libro de historia por otro, el reemplazo de páginas en las
enciclopedias y libros de consulta, la desaparición de ciertos nombres
para incluir otros desconocidos o poco conocidos antes. Y aunque esta
inestabilidad persistente no dé señales de lo que puede ser la verdad,
es en sí una señal, y muy potente, del carácter engañoso de todas las
declaraciones públicas relativas al mundo de los hechos. A menudo se
señala que la consecuencia del lavado de cerebro más cierta a largo
plazo es una peculiar clase de cinismo, un rechazo absoluto a creer en
la veracidad de cualquier cosa, por muy bien fundada que esté esa
veracidad. En otras palabras, el resultado de una consistente y total
sustitución de las mentiras por la verdad de hecho no es que las
mentiras vayan a ser aceptadas en adelante como verdad, y la verdad se
difame como una mentira, sino que el sentido por el que establecemos
nuestro rumbo en el mundo real --y la categoría de verdad contra
falsedad está entre los medios mentales para conseguir este fin-- queda
destruido.
Para este problema no hay remedio. No es más que la
otra cara del incómodo carácter contingente de toda la realidad
objetiva. Ya que todo lo que ha pasado de verdad en el campo de los
asuntos humanos podría haber sido de otra manera, las posibilidades de
mentir son ilimitadas, y esta ausencia de limites contribuye al propio
fracaso. Sólo el embustero ocasional conseguirá adherirse a una falsedad
particular con una firmeza inconmovible; los que adapten las imágenes y
los relatos a las circunstancias siempre cambiantes se encontrarán
flotando en un horizonte abierto de potencialidad, deslizándose de una
posibilidad a otra, imposibilitados de apoyarse en ninguna de sus
propias construcciones. En lugar de conseguir un sustituto adecuado de
lo real y de lo factual, transforman los hechos y acontecimientos en esa
potencialidad de la que surgieron en un primer momento. El signo más
seguro del carácter factual de los hechos y acontecimientos es
precisamente esta tozuda presencia, cuya contingencia inherente desafía,
por último, todos los intentos de una explicación conclusiva. Por el
contrario, las imágenes siempre se pueden explicar y hacer admisibles
--lo que les da una ventaja momentánea sobre la verdad de hecho--, pero
nunca pueden competir en estabilidad con lo que simplemente es porque
resulta que es así y no de otro modo. Por este motivo, hablando en
términos metafóricos, la mentira coherente nos roba el suelo de debajo
de nuestros pies y no nos pone otro para pisar. (En palabras de
Montaigne: «Si la falsía, como la verdad, no tuviera más que una cara,
sabríamos mucho mejor dónde estamos, porque podríamos dar por cierto lo
opuesto de lo que el embustero nos dice. Pero el reverso de la verdad
tiene mil formas y un campo ilimitado».) La vivencia de un tembloroso
movimiento fluctuante de todo lo que sirve de base para nuestro sentido
de la dirección y de la realidad está entre las experiencias más comunes
y más intensas de los hombres que viven bajo un gobierno totalitario.
Por tanto, la innegable afinidad de la mentira y la
acción y el cambio del mundo --es decir, la política-- está limitada
por la naturaleza misma de las cosas abiertas a la facultad de acción
del hombre. El fabricante de imágenes se equivoca cuando cree que puede
anticipar los cambios mintiendo acerca de los asuntos objetivos que
todos quieren eliminar de alguna manera. La fundación de las aldeas
Potemkin, tan grata para los políticos y propagandistas de los países en
vías de desarrollo, nunca lleva a la creación de una cosa real sino
sólo a una proliferación y perfeccionamiento del engaño. Ni el pasado
--y toda verdad factual, por supuesto, se refiere al pasado-- ni el
presente, en la medida en que es una consecuencia del pasado, están
abiertos a la acción; sólo el futuro lo está. Si el pasado y el presente
se tratan como partes del futuro --es decir, se vuelven a su antiguo
estado de potencialidad--, el campo político queda privado no sólo de su
fuerza estabilizadora principal sino también del punto de partida del
cambio, del que sirve para empezar algo nuevo. Lo que se inicia entonces
es el constante moverse y revolverse en la esterilidad total, algo
característico de muchas de las nuevas naciones que tuvieron la mala
suerte de nacer en la era de la propaganda.
Que los hechos no están seguros en manos del poder
es algo evidente, pero la cuestión está en que el poder, por su
naturaleza misma, jamás puede producir un sustituto de la estabilidad
firme de la realidad objetiva que, por ser pasado, ha crecido hasta una
dimensión que está más allá de nuestro alcance. Los hechos se afirman a
sí mismos por su terquedad, y su índole frágil se suma, extrañamente, a
su gran resistencia, la misma irreversibilidad que es el sello de toda
acción humana. En su obstinación, los hechos son superiores al poder;
son menos transitorios que las formaciones de poder, que surgen cuando
los hombres se reúnen con un fin pero desaparecen tan pronto como ese
fin se consigue o no se alcanza. Este carácter transitorio hace que el
poder sea un instrumento poco fiable para conseguir una permanencia de
cualquier clase, y por eso no sólo la verdad y los hechos están
inseguros en sus manos sino también la no-verdad y los no-hechos. La
actitud política ante los hechos debe recorrer, por cierto, la estrecha
senda que hay entre el peligro de considerarlos como resultado de algún
desarrollo necesario que los hombres no pueden evitar --y por tanto no
pueden hacer nada con respecto a ellos-- y el peligro de ignorarlos, de
tratar de manipularlos y borrarlos del mundo.
5
En conclusión, vuelvo a los temas planteados al
principio de estas reflexiones. La verdad, aunque impotente y siempre
derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una
fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder son
incapaces de descubrir o inventar un sustituto adecuado para ella. La
persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden
reemplazarla. Y esto es válido para la verdad de razón o religiosa,
tanto como para la verdad de hecho, mucho más obviamente en este caso.
Una observación de la política desde la perspectiva de la verdad, como
la aquí presentada, significa situarse fuera del campo político; es el
punto de vista del hombre veraz, que pierde su posición --y con ella la
validez de lo que tiene que decir-- si trata de interferir directamente
en los asuntos humanos y hablar el lenguaje de la persuasión o de la
violencia. A esta posición y a su significado en el campo político
debemos volver ahora nuestra atención.
El punto de vista exterior al campo político
--fuera de la comunidad a la que pertenecemos y de la compañía de
nuestros iguales-- se caracteriza con toda claridad como uno de los
diversos modos de estar solo. Entre los modos existenciales de la
veracidad sobresalen la soledad del filósofo, el aislamiento del
científico y del artista, la imparcialidad del historiador y del juez y
la independencia del investigador de hechos, del testigo y del
periodista. (Esta imparcialidad difiere de la de la opinión cualificada,
representativa, antes aludida, porque no es adquirida dentro del campo
político sino inherente a la posición del extraño que ejerce esas
ocupaciones.) Estos modos de estar solo se diferencian en muchos
aspectos, pero comparten la imposibilidad de un compromiso político, de
la adhesión a una causa, mientras cualquiera de ellos se mantenga. Por
supuesto que son comunes a todos los hombres; como tales, son modos de
la existencia humana. Sólo cuando uno de ellos se adopta como una forma
de vida --e incluso entonces jamás se vive la vida en soledad,
independencia o aislamiento completos-- es posible que entre en
conflicto con las demandas de lo político.
Es bastante natural que tengamos conciencia de la
naturaleza no-política de la verdad y, de manera potencial, aun de su
naturaleza antipolítica --Fiat veritas, et pereat mundus-- sólo en caso
de conflicto, y hasta aquí he venido subrayando este aspecto del asunto.
Pero con esto posiblemente no está todo dicho, pues quedan fuera
ciertas instituciones públicas, instauradas y sostenidas por los poderes
establecidos, donde, contrariamente a todas las normas políticas, la
verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más alto del
discurso y del empeño. Entre ellas encontramos ante todo las
instituciones judiciales, que como rama del gobierno o como
administración de justicia independiente están bien protegidas ante el
poder social y político, tal como todas las instituciones de enseñanza
superior, a las que el Estado confía la educación de sus futuros
ciudadanos. Hasta donde la Academia recuerda sus antiguos orígenes, debe
saber que se fundó como la oposición más determinada e influyente de la
polis. Sin ninguna duda, el sueño de Platón no se hizo realidad: la
Academia jamás se convirtió en una contra-sociedad y no tenemos noticias
de que las universidades hayan intentado en algún lugar hacerse con el
poder. Pero lo que Platón jamás llegó a soñar se hizo verdad: el campo
político reconoció que necesitaba una institución exterior a la lucha
por el poder, además de la imparcialidad que requería en la
administración de justicia; porque no tiene gran importancia que esas
sedes de enseñanza superior estén en manos privadas o públicas: en
cualquier caso, no sólo su integridad sino también su existencia misma
dependen de la buena voluntad del gobierno. Muchas verdades incómodas
salieron de las universidades y muchos juicios inoportunos salen una y
otra vez de los tribunales; y estas instituciones, como otros refugios
de la verdad, quedaron expuestas a todos los peligros derivados del
poder social y político. No obstante, las posibilidades que la verdad
tiene de prevalecer en público mejoraron, desde luego, por la mera
existencia de entidades como ésas y por la organización de los
estudiosos relacionados con ellas. Casi no se puede negar que, al menos
en los países que tienen gobiernos constitucionales, el campo político
reconoció, aun en casos de conflicto, que está muy interesado en la
existencia de hombres e instituciones sobre los cuales no ejerza su
influencia.
Hoy se pasa por alto con facilidad esta
significación auténticamente política de la Academia, a causa de la
situación de privilegio de sus escuelas profesionales y de la evolución
de sus departamentos de ciencias naturales, donde, inesperadamente, la
investigación pura ha dado tantos resultados decisivos que, a largo
plazo, resultaron ser vitales para el respectivo país. Es posible que
nadie pueda negar la utilidad social y técnica de las universidades,
pero esta importancia no es política. Las ciencias históricas y las
humanidades, que --se supone-- investigan, vigilan e interpretan la
verdad de hecho y los documentos humanos, tienen una relevancia política
mayor. La transmisión de la verdad factual abarca mucho más que la
información diaria que brindan los periodistas, aunque sin ellos jamás
encontraríamos nuestro rumbo en un mundo siempre cambiante, y en el
sentido más literal, jamás sabríamos dónde estamos. Claro está que esto
tiene la máxima importancia política; pero si la prensa llegara a ser de
verdad el «cuarto poder», tendría que ser protegida del poder
gubernamental y de la presión social incluso con más cuidado que el
poder judicial, porque esta importantísima función política de abastecer
información se ejercita desde fuera del campo político, hablando en
términos estrictos; no hay, o no debería haber, ninguna acción o
decisión implícitas.
La realidad es diferente de la totalidad de los
hechos y acontecimientos, y es más que ellos, aunque esta totalidad es
de cualquier modo imprevisible. El que dice lo que existe --lz?gein tª
?Õnta-- siempre narra algo, y en esa narración, los hechos particulares
pierden su carácter contingente y adquieren cierto significado
humanamente captable. Es bien cierto que «todas las penas se pueden
sobrellevar si las pones en un cuento o relatas un cuento sobre ellas»,
como dijo Isak Dinesen, que no sólo fue una de las grandes narradoras de
nuestros días sino que también --y era casi única en este aspecto--
sabía lo que estaba haciendo. Podría haber añadido que incluso la
alegría y la dicha se vuelven soportables y significativas para los
hombres sólo cuando pueden hablar sobre ellas y narrarlas como un
cuento. Hasta donde es también un narrador quien dice la verdad factual
origina esa «reconciliación con la realidad» que Hegel, el filósofo de
la historia par excellence, comprendió como el fin último de todo
pensamiento filosófico, y que sin duda, fue el motor secreto de toda la
historiografia que trasciende la mera erudición. La metamorfosis de una
materia prima de puros acontecimientos que el historiador, como el
novelista (una buena novela no es una simple decocción o una pura
fantasía), tiene que llevar adelante está muy cerca de la
transfiguración que logra el poeta en la disposición o los movimientos
del corazón, la transfiguración de la pena en lamento o del júbilo en
alabanza. Con Aristóteles, podemos ver que la función política del poeta
es la concreción de una catarsis, una limpieza o purga de todas las
emociones que podrían apartar al hombre de la acción. La función
política del narrador --historiador o novelista-- es enseñar la
aceptación de las cosas tal como son. De esta aceptación, que también
puede llamarse veracidad, nace la facultad de juzgar por la que, también
en palabras de Isak Dinesen, «al fin tendremos el privilegio de ver y
volver a ver, y eso es lo que se llama el día del juicio».
No hay duda de que todas esas funciones políticas
relevantes se realizan fuera del campo político; exigen falta de
compromiso e imparcialidad, una liberación respecto de los intereses
propios en el pensamiento y en el juicio. La búsqueda desinteresada de
la verdad tiene una larga historia; su origen --algo muy
característico-- es previo a todas nuestras tradiciones teóricas y
científicas, incluida la de pensamiento filosófico y político. Creo que
se puede remontar al momento en que Homero decidió cantar las hazañas de
los troyanos tanto como las de los aqueos, y exaltar la gloria de
Héctor, el enemigo derrotado, tanto como la gloria de Aquiles, el héroe
del pueblo al que el poeta pertenecía. Eso no había ocurrido antes;
ninguna otra civilización, por muy espléndida que hubiera sido, fue
capaz de mirar con los mismos ojos a amigos y enemigos, a la victoria y a
la derrota, que desde Homero no se reconocieron ya como norma última
del juicio de los hombres, aunque sean últimas para los destinos de las
vidas humanas. La imparcialidad homérica tiene ecos en la historia
griega e inspiró al primer gran narrador de la verdad objetiva, que se
convirtió en el padre de la historia: Heródoto nos dice en las primeras
frases de su relato que lo escribe «para evitar que, con el tiempo, los
hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares
empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros... queden
sin realce». Aquí está la raíz de la denominada objetividad, esta
curiosa pasión, desconocida fuera de la civilización occidental, por la
integridad intelectual a cualquier precio. Sin ella jamás habría nacido
ninguna ciencia.
Como he tratado de la política desde la perspectiva
de la verdad, es decir, desde un punto de vista exterior al campo
político, no he mencionado ni siquiera al pasar la grandeza y la
dignidad de lo que hay en ella. Hablé como si el de la política no fuera
sino un campo de batalla de intereses parciales y conflictivos, donde
sólo cuentan el placer y el provecho, el partidismo y el ansia de
dominio. En resumen, traté la política como si yo también creyera que
todos los asuntos públicos están gobernados por el interés y el poder,
que no existiría un campo político si no estuviéramos obligados a
atender las necesidades de la vida. La causa de esta deformación es que
la verdad de hecho choca con la política sólo en ese nivel inferior de
los asuntos humanos, tal como la verdad filosófica de Platón chocaba con
la política en el mucho más alto nivel de la opinión y el acuerdo.
Desde esta perspectiva, seguimos inconscientes del verdadero contenido
de la vida política, de la alegría y la gratificación que nacen de estar
en compañía de nuestros iguales, de actuar en conjunto y aparecer en
público, de insertarnos en el mundo de palabra y obra, para adquirir y
sustentar nuestra identidad personal y para empezar algo nuevo por
completo. Sin embargo, lo que aquí quiero demostrar es que, a pesar de
su grandeza, toda esta esfera es limitada, que no abarca la totalidad de
la existencia del hombre y del mundo. Está limitada por las cosas que
los hombres no pueden cambiar según su voluntad. Sólo si respeta sus
propias fronteras, ese campo donde tenemos libertad para actuar y para
cambiar podrá permanecer intacto, a la vez que conservará su integridad y
mantendrá sus promesas. En términos conceptuales, podemos llamar verdad
a lo que no logramos cambiar; en términos metafóricos, es el espacio en
el que estamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas.
NOTAS
1. Este ensayo nació de la presunta controversia surgida tras la
publicación de Eichmann in Jerusalem. Su finalidad es poner en claro dos
temas distintos, pero conexos, de los que no tomé conciencia antes y
cuya importancia parecía trascender a la ocasión. El primero se refiere a
la cuestión de si siempre es legítimo decir la verdad, de si creo sin
atenuantes en lo de Fiat veritas, et pereat mundus. El segundo surgió de
la enorme cantidad de mentiras que se usaron en la «controversia»:
mentiras respecto a lo que yo había escrito, por una parte, y respecto a
los hechos sobre los que informaba, por otra. Las siguientes
reflexiones procurarán abordar ambos asuntos. También pueden servir como
ejemplo de lo que ocurre con un tema muy tópico cuando se lo lleva a la
brecha existente entre el pasado y el futuro, que tal vez sea el lugar
más adecuado para cualquier reflexión. El lector encontrará una breve
consideración preliminar acerca de esa brecha en el Prólogo.
2. Paz eterna, apéndice 1.
3. Cito el Tratado político de Spinoza, porque es notorio que incluso
este autor, para quien la libertas philosophandi era el verdadero fin
del gobierno, tuvo que adoptar esa posición tan radical.
4. En Leviatán (cap. 46), Hobbes explica que «la desobediencia puede
castigarse legítimamente en quienes enseñan contra las leyes incluso
filosofia verdadera», porque «el ocio es la madre de la filosofia y la
república es la madre de la paz y el ocio». ¿Y no se deduce de esto que
la república actuará en bien de la filosofia cuando suprima una verdad
que socava la paz? Por tanto, el hombre veraz, para cooperar en una
empresa tan necesaria para su propia paz de cuerpo y alma, decide
escribir lo que sabe que «es filosofía falsa». Por esto, Hobbes
sospechaba de Aristóteles más que de nadie, porque --decía-- «escribía
[su filosofía] como algo acorde con la religión [de los griegos] y para
reconocerla, por temor al destino de Sócrates». Nunca se le ocurrió a
Hobbes que toda esa búsqueda de la verdad sería contraproducente si sus
condiciones sólo estaban garantizadas por falsedades intencionales.
Entonces, todos podrían resultar tan mentirosos como el Aristóteles de
Hobbes. A diferencia de esta invención de la fantasía lógica de Hobbes,
el verdadero Aristóteles era lo bastante sensato como para marcharse de
Atenas cuando tuvo miedo de correr el mismo destino que Sócrates; no era
tan malo como para escribir lo que sabía falso, ni tan estúpido como
para resolver el problema de la supervivencia destruyendo todo aquello
por lo que luchaba.
5. Ibid., cap. ii.
6. Espero que nadie vuelva a decirme jamás que Platón fue el inventor
de la «mentira noble». Esta creencia se basó en una mala interpretación
de un pasaje crucial (414c) de La república, donde Platón habla de uno
de sus mitos --un «cuento fenicio»-- y lo califica como yeãdos. Como
esta palabra puede significar «ficción», «error» y «mentira», de acuerdo
con el contexto --cuando Platón quiere distinguir entre error y
mentira, el idioma le obliga a hablar de yeãdos «involuntario» y
«voluntario»--, se puede interpretar, con Cornford, que el texto quiere
decir «osado impulso de invención», o con Eric Voegelin (Order and
History: Plato and Aristotle, Universidad del Estado de Luisiana, 1957,
vol. 3, p. 106) se puede interpretar como un pasaje de intención
satírica; en ningún caso se debe entender como una recomendación de
mentir, tal como nosotros entendemos la mentira. Platón era permisivo
con respecto a la mentira ocasional destinada a engañar al enemigo o a
las personas insensatas; es «útil... bajo la forma de un remedio...
reservado a los médicos, mientras que los profanos no deben tocarlos» y
el médico de la pólis es el gobernante (389). Pero, en contra de la
alegoría de la caverna, en estos pasajes no se plantea ningún principio.
7. Leviatán, conclusión, p. 732.
8. The Federalist, núm. 49.
9. Tratado teológico-político, cap. 20.
10. Véase «What is Enlightenment?» y «Was heisst sich im Denken orientieren?».
11. The Federalist, núm. 49
12. Timeo, 51d-52a.
13. Véase La república, 367. Compárese también Critón, 49d: «Sé que
sólo unos pocos hombres sostienen, o sostendrán alguna vez esta opinión.
Entre los que lo hacen y los que no, puede haber una discusión común;
necesariamente se mirarán unos a otros desdeñando sus distintos
intereses».
14. Véase Gorgias, 482, donde Sócrates dice a Calicles, su oponente,
que «Calicles mismo, oh Calicles, no estará de acuerdo contigo, sino que
disonará de ti durante toda la vida». Después añade: «Es mejor que mi
lira esté desafinada y que desentone de mí... y que muchos hombres no
estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy
más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga». (Trad.
J. Calonge Ruiz, Gredos, Madrid, 1983, P. 79.)
15. Para una definición de pensamiento como el diálogo silencioso
entre el sujeto y su yo, en especial véase Teeteto 189-190, y El
sofista, 263-264. Dentro de esta misma tradición, Aristóteles llama
--otro yo-- al amigo con quien mantiene esa especie de diálogo.
16. Ética nicomaquea, libro VI, en especial 1140b9 y 1141b4.
17. Véase el «Draft Preamble to the Virginia Bill Establishing
Religious Freedom» («Borrador del preámbulo de la ley de Virginia que
establece la libertad religiosa»), de Jefferson.
18. Ésta es la causa de la observación de Nietzsche en «Schopenhauer
als Erzieher»: «Ich mache mir aus einem Philosophen gerade so viel, als
er imstande ist, ein Beispiel zu geben».
19. En una carta a W. Smith, del 13 de noviembre de 1787.
20. Crítica del juicio, 32 (trad. M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1984).
21. Ibid., 59.
22. En cuanto a Francia, véase el excelente artículo «De Gaulle: Pose
and Policy», en la publicación Foreign Affairs de julio de 1965. La cita
de Adenauer es de sus Memorias 1945-19S3, Chicago, 1966. p. 89, donde,
sin embargo, pone esta idea en la cabeza de los jefes de la ocupación.
Pero repitió el concepto muchas veces mientras fue canciller.
23. Partes del archivo están publicadas en Merle Fainsod, Smolensk
UnderSoviet Rule, Cambridge, Massachusetts, 1958. Véase p. 374
Hannah Arendt (1906-1975).
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